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NUEVA HISTORIA DE LA IGLESIAREFORMA Y CONTRARREFORMACAPITULO I
ESPAÑA Y LA EXPANSION MUNDIAL DE LA IGLESIA
En la época del
pontificado renacentista la Iglesia católica pagó del modo más grave las
consecuencias de la crisis de la Baja Edad Media, que venía durando ya siglos.
Pero mientras la decadencia del espíritu religioso parecía anunciar violentas
conmociones, quedaban aún casi intactos, como reserva de fuerzas primordiales e
imperecederas y como fuente de nueva energía, la Península Ibérica y los países
sometidos a ella.
Castilla, que durante mucho
tiempo había estado aliada militarmente con Francia, era desde el siglo XV una
de las grandes potencias europeas. En el ámbito interno la Iglesia española, al
salvaguardar el derecho de elección de los cardenales, había salvado,
especialmente en el Concilio de Constanza, la tradición de la Iglesia misma,
impidiendo así que se diluyera en una inconsistente liga de naciones. Desde el
momento en que Isabel la Católica, que estaba casada con Fernando de Aragón,
subió al trono de Castilla y León a la temprana edad de veintitrés años,
inicióse un nuevo auge del país. Al unir Castilla con Aragón creó la base
permanente de la situación de España como gran potencia. Sólo ahora pudo concertarse
la paz con Portugal; sólo ahora recobró el país la seguridad general. Ahora se
tenía posibilidad de poner fin a la obra secular de la reconquista cristiana
de la península, suprimiendo el último bastión del Islam, el reino de Granada.
Al exigirle los Reyes Católicos los tributos al rey moro, éste había contestado
que, en lo sucesivo, las casas de moneda de su reino no acuñarían ya oro, sino
acero. Pero las armas de las tropas cristianas parecían estar hechas de un
acero más duro todavía. Con importante participación extranjera —en el
ejército español luchaban incluso jóvenes caballeros alemanes— se llevó
adelante durante diez años la campaña como una tarea cristiana universal, para
fomentar la cual había concedido el papa indulgencias en 1483. En 1487 se
conquistó Málaga; la mezquita principal fue transformada en catedral cristiana
y una tercera parte de los moros hechos prisioneros se empleó para liberar a esclavos cristianos en Africa. Y
enfrente de Granada, que estaba defendida por 1.030 torres, la reina Isabel,
que se había presentado personalmente en el campamento, hizo construir, como
expresión de su convicción de que aquella campaña era un asunto de fe, la
ciudad de Santa Fe. Cuando Granada se entregó por fin, en 1492, el primado de
España, cardenal Mendoza, se adelantó con sus huestes para ocupar la Alhambra. De este modo la bandera de los cruzados,
regalo del papa Sixto IV, que había precedido a las tropas en la campaña, fue
lo primero que apareció sobre las alturas de la Alhambra para anunciar que el dominio de la Media Luna había
sucumbido ante la Cruz de Cristo.
La prolongada lucha no
sólo había mezclado a los señores con el pueblo, sino que había creado además
en la nación española un ardiente y casi fanático espíritu de fe. La divisa Plus
Ultra era para España, ciertamente, un mito, pero era también historia;
era su misión, a la que estaba predestinada y en la que consumía su existencia.
La unidad de la Iglesia y el Estado, la total penetración de aquélla por éste y
de éste por aquélla, y, como presupuesto de todo esto, la unidad religiosa
misma, constituía una de las máximas perennes de la política española. Y así no
resulta extraña la lucha contra los enemigos de la fe y contra los apóstatas, y
la subyugación de los judíos y mahometanos, elementos de raza extraña. Los
conversos del judaismo, llamados «cristianos nuevos», habían retornado en gran
parte, de manera declarada u oculta, a su antigua fe. La unión entre ellos era
muy estrecha. Y no era pequeño el peligro de su propaganda, el peligro del proselitismo. Pronto
pareció que en España vivían dos naciones que se odiaban a muerte. Fernando el
Católico consiguió del papa el establecimiento del Tribunal de la Fe, la
Inquisición española, que fue desde el principio un instrumento omnímodo en
manos del monarca y que más de una vez había de ser empleado, en el futuro,
también para fines estatales y políticos. La expulsión de los judíos en el
mismo año de la conquista de Granada fue una medida puramente política.
Tampoco se mantuvo durante mucho tiempo la promesa de libertad religiosa hecha
a los moros de Granada. Cuando éstos se opusieron a los intentos cristianos de
convertirlos y surgieron revueltas, los Reyes Católicos retiraron su promesa y
les colocaron, en 1501, ante esta disyuntiva: o bautizarse, o marchar al
destierro. Así se creó la unidad religiosa de España.
Los Reyes Católicos
—Alejandro VI les había concedido en 1496 el título de Maiestas Catholica—
veían la consumación de su política absolutista también en su dominio sobre la
Iglesia española. Además del nombramiento del Inquisidor general, lograron
obtener de los papas el derecho de patronato sobre los puestos eclesiásticos
importantes del reino de Granada. Sixto IV les confirmó expresamente el derecho
de «placet» para las bulas
pontificias, así como el derecho a apelar del tribunal eclesiástico a su
propio tribunal, derecho que ya habían reivindicado mucho antes, para que su
poder fuese completo. Ya desde el comienzo de su gobierno Isabel se había
venido presentando personalmente en las elecciones de la Orden de Santiago,
para decidir, de acuerdo con sus deseos, la elección del Gran Maestre. Y
Fernando se hizo transferir las dignidades de Gran Maestre de las demás
Ordenes militares españolas. Para su sucesor, Carlos V, Adriano VI unió
expresamente estas dignidades con la corona. Ciertas cuestiones del dominio
feudal del papa sobre Nápoles provocaron violentas reacciones del rey, de tal
modo que durante algún tiempo se temió una total ruptura de Fernando con Roma.
CISNEROS Y EL HUMANISMO CRISTIANO
Este dominio de los reyes
sobre la Iglesia, que era un fenómeno general en las postrimerías de la Edad
Media, no impidió, sin embargo, en modo alguno, que se activase con éxito la
vida eclesiástica en el reino español. Obispos adornados de grandes cualidades,
estimados también en la corte y de gran influencia en ella, entre los que se
cuentan el piadoso Hernando de Talavera, arzobispo de Granada, y especialmente los cardenales
Mendoza (f. 1495) y Jiménez de Cisneros (f.
1517), laboraron celosamente por reformar y fortalecer sus Iglesias. En los
años 1473 y 1512 se celebraron dos importantes Sínodos provinciales, y sus
decretos de reforma fueron llevados realmente a la práctica. El clero regular
no quedó exento de cumplir los nuevos preceptos. Se impuso la observancia
estricta especialmente en las Ordenes mendicantes; todos los monasterios de
benedictinos fueron obligados a unirse a la congregación reformada de Valladolid. Un primo del mismo Cisneros llevó a cabo la reforma en Monserrat. A
los sacerdotes seculares les exigió que observasen el deber de residencia, y a
los párrocos, la confesión frecuente y la homilía dominical. Se declaró la
guerra de un modo especial a la ignorancia religiosa. El cardenal Mendoza
escribió un catecismo de la vida cristiana para promover la educación
religiosa. Se fundaron numerosos Colegios y Universidades. El seminario de
Granada sería más tarde el modelo que tendrían en su mente los padres del
Concilio de Trento al
promulgar su decreto sobre los seminarios. Como octava maravilla del mundo
consideraron los hombres de aquel tiempo la fundación de la Universidad de
Alcalá por Cisneros, a la
que el cardenal franciscano dotó de una manera verdaderamente principesca.
Mas las energías no se
agotaban en levantar grandiosos edificios para iglesias, universidades y
hospitales; a las nuevas instituciones se les encomendaban también grandes
tareas y se les asignaban grandes fines. En Alcalá, Cisneros creó no sólo una cátedra de teología
tomista, sino también otra de teología escotista e incluso una tercera de
teología nominalista; y junto a ellas estableció cátedras de griego y de
hebreo. Llamó a su fundación a estudiosos de Salamanca y de París,
encargándoles que editasen un texto científicamente fiel de la Sagrada
Escritura. Con una liberalidad asombrosa, llegó a invitar incluso a Erasmo a
que fuera a España para colaborar en los trabajos. A sus costas y de acuerdo
con sus directrices —el texto de la Vulgata no debía ser corregido según el
texto griego, sino que debía ser restablecido según los mejores manuscritos
latinos— apareció, por fin, como resultado de los más serios trabajos
filológicos, la Políglota Complutense, llamada así por el nombre latino de
Alcalá, que fue la primera edición impresa del texto primigenio del Nuevo Testamento,
al que muy pronto siguió el texto del Antiguo. Los seis tomos se fueron
imprimiendo entre 1514 y 1517, pero no salieron a la luz pública hasta 1520,
pues hasta después de la muerte de Cisneros no se solicitó la aprobación pontificia. Nadie menos
que Erasmo tributó los mejores elogios a la labor realizada por los estudiosos
de Alcalá: Gratulor vestrae Hispaniae ad pristinam eruditionis laudem veluti
postliminio reflorescenti. También se pensaba editar un Aristóteles en
griego y en latín.
Cisneros fue
el gran mecenas del humanismo cristiano en España, que, bajo la dirección de
Nebrija (cuya actitud crítica frente a las tradiciones de la Iglesia provenía
de Lorenzo di Valla), pretendió dedicarse exclusivamente, ya antes de que se
acabase el siglo, a trabajar en la Sagrada Escritura. Nebrija encontró
numerosos discípulos en sus trabajos para establecer un texto crítico del
Evangelio en la época en que había aparecido el nuevo arte de imprimir, texto
que incluiría los más diferentes manuscritos, junto con sus errores. Además de
esto, Nebrija fue el heraldo del futuro grandioso del idioma de Castilla y el
reanimador de la cultura latina, ahora que el país se encontraba ya
completamente liberado de la dominación de los moros.
El humanismo cristiano
fue favorecido eficazmente por una corriente mística. Se tradujeron obras como
la Vida de Cristo, de Ludolfo de Sajonia; en 1493 apareció un Lucero
de la vida cristiana, era conocida la explanación del Miserere hecha
por Savonarola. La meta anhelada de
todos los dirigentes eclesiásticos parecía ser un cristianismo orientado
totalmente hacia la interioridad y la gracia. El estudiar la Etica de Aristóteles,
así como a Cicerón, Séneca y Boecio, se apreciaba únicamente como preparación
para la imitación de Cristo. Añadió a esto la impresión que a los hombres de
aquella época produjo el prodigio de la dilatación de la cristiandad, que iba
más allá de todo lo imaginado, y de la cual se sentía instrumento el cardenal
español. Se despertaron esperanzas mesiánicas, que se concentraron en torno a
Cisneros y, algunos años más tarde, en
torno al joven rey. Pero de los teólogos nominalistas de Salamanca salieron los
primeros españoles que más tarde se hicieron sospechosos de tendencias
luteranas; de sus filas salieron los alumbrados, aquellos místicos que dos
generaciones más tarde habían de ser perseguidos rigurosamente por la
Inquisición y el Santo Oficio.
Desde el comienzo hubo
también en España una oposición contra el humanismo cristiano y contra la labor
de crítica textual de Erasmo. Y fue tan ruidosa, que Clemente VII tuvo que
amenazar con encarcelar a uno de sus portavoces si no callaba. La misma
Políglota de Alcalá no volvió a ser impresa en los decenios siguientes, a pesar
del vivo interés existente por la Sagrada Escritura, y el Concilio de Trento ni siquiera la cita. Sólo más tarde, en
tiempos de Felipe II, tuvo una reimpresión, lejos de la patria española, en Amsterdam, con el nombre de Biblia Regia.
Al morir Fernando en
1516, a la edad de sesenta y cuatro años, hallándose en camino hacia Sevilla,
el anciano Cisneros asumió
la regencia, junto con Adriano de Utrecht, preceptor del heredero, Carlos I, y la administró
según el espíritu del fallecido rey. Se negó a que se predicase en España la
indulgencia para la construcción de la basílica de San Pedro en Roma, la cual
había de convertirse en Alemania en el motivo de la aparición de Lutero. Dos
meses antes de morir el cardenal, desembarcó Carlos en Asturias. Durante toda
su vida Cisneros había
intentado fortalecer el poder real frente a la despótica nobleza feudal y las
ciudades. Sin embargo, no había logrado un éxito definitivo. Al nuevo rey, al
que, al comienzo, se le miraba en España como extranjero y protector de los
extranjeros, las Cortes, reunidas en Valladolid, le manifestaron que sólo le prestarían el juramento de
fidelidad si también él juraba mantener los privilegios, libertades y usos de
los municipios, y sobre todo las leyes que prohibían dar cargos y beneficios a
los extranjeros. Cuando más tarde, al saberse que Carlos había sido elegido
emperador romano-germánico, éste desatendió los ruegos de los españoles de que
no abandonase el país y emprendió viaje hacia el norte en 1520, estallaron
alborotos en las ciudades. Estos se dirigían aparentemente contra las
depredaciones de los extranjeros, pero en realidad iban contra el mismo Carlos.
Sólo la derrota de la rebelión general, a la vuelta de Carlos en 1522, a causa
de la cual las ciudades perdieron sus libertades y privilegios, a la vez que
sufrieron sensibles daños en su vida comercial, dio al rey de España aquella
plenitud absolutista de poder y de recursos, que más tarde Carlos V había de
poder emplear, militar y financieramente, en sus empresas, que se extendieron a
todo el mundo.
EL NUEVO CAMPO
MISIONAL
El territorio sobre el
que reinaba Carlos I había sobrepasado hacía ya tiempo las fronteras de
Occidente. En el campamento de Granada había aparecido en 1492, ante los
vencedores Reyes Católicos, el genovés Cristobal Colón, a fin de conseguir de ellos apoyo para sus planes
de encontrar por Occidente el camino hacia la India. El 3 de agosto del mismo
año partió, con tres carabelas, del puerto de Palos de Moguer; y el 12 de
octubre llegó, sin saberlo, a territorio americano. Tres viajes posteriores
ampliaron el radio de sus descubrimientos; otros audaces y osados marineros,
aventureros y conquistadores siguieron su ejemplo. Ante los ojos de los
contemporáneos surgió un Nuevo Mundo sobre cuyo suelo fueron plantadas la
bandera española y la cruz de Cristo. Indudablemente Colón emprendió sus
aventurados viajes «por Dios y por el oro». Pero al dar nombre a los nuevos
territorios (San Salvador, Santa María, Trinidad) realizó una especie de
bautismo, iniciando la cristianización del Nuevo Mundo. La consecuencia de
estos viajes fue una dilatación gigantesca del Orbis cbristianus. La
Iglesia había sobrepasado ahora las fronteras de Occidente. Un inmenso campo
nuevo de actuación, un ingente campo de trabajo se abría ahora ante ella: el
mundo entero.
Cuando Colón, a la
vuelta de su primer viaje, se presentó ante Isabel en la Plaza Mayor de
Barcelona y los indios que había traído consigo solicitaron el bautismo, que
les fue administrado en la catedral de la ciudad, siendo madrina la misma
reina, comenzó al mismo tiempo una de las épocas más grandiosas de la historia
misional de la Iglesia. En el segundo viaje de Colón marchó ya un benedictino
de Monserrat, Bernardo Boil, a
quien el rey había nombrado director de un grupo misionero de doce hombres. La
santa misa se celebró por primera vez en el Nuevo Mundo en Haití, en la fiesta
de la Epifanía de 1494, y en septiembre de ese mismo año se administró el
primer bautismo. El reino de Dios había llegado, aun cuando Boil volvió el mismo año a España.
Al igual que todos los
asuntos eclesiásticos españoles, la labor misionera estuvo inseparablemente
unida desde el principio con la política. Un poco de la compacta unidad de la
Alta Edad Media parecía haber arribado así, con la misión, al Nuevo Mundo. Es
extraño que alguien se escandalizase de ello, como el dominico P. Las Casas.
Más frecuente era una consideración verdaderamente escatológica de las cosas,
tal como la expresó por escrito, a finales del siglo XVI, el franciscano Mendieta: Dios, decía, había destinado a los
españoles para ser su pueblo escogido y había exaltado sobre todo el mundo, en
la persona de Carlos V, al emperador-mesías. El milenario reino del
Apocalipsis estaba próximo. Pero en el terreno de las cosas concretas hubo, más
de una vez, dificultades y colisiones. Cuando Portugal, que poseía la
jurisdicción espiritual sobre todos los territorios recién descubiertos,
protestó contra la toma de posesión por España de la India de Occidente, fue
el papa Alejandro VI quien, a ruegos del rey Fernando, resolvió las
dificultades, con las cuatro famosas bulas del año 1493. Los territorios ya
descubiertos y los que se descubrieran al oeste se donaban a la corona
española, con el encargo expreso de que llevase la religión cristiana a los
pueblos que poblaban aquellas islas y el continente. Se trazó, de polo a polo,
una línea de demarcación que corría al oeste de las Azores. La India oriental
sería territorio de dominio portugués, y la «India occidental», de dominio
español; a ambas naciones se les imponía la misma condición de misionar la
población indígena. En el tratado de Tordesillas de 1494, los dos países
desplazaron esta línea 370 millas más al oeste.
La corona española tomó
en serio desde el principio esta tarea misionera. Con el nuevo gobernador
llegaron a Haití en 1502 diecisiete franciscanos, y en 1519 arribaron los
primeros dominicos; en 1511 llegaron veinticuatro misioneros a Puerto Rico. Ya
en 1616 ordenó Cisneros que
ningún barco podía partir hacia el Nuevo Mundo sin llevar sacerdotes a bordo.
En 1522 se habían erigido ya ocho obispados en las Antillas. En 1522
desembarcaron en Méjico tres franciscanos holandeses, elegidos por el confesor
del emperador, a los que siguieron, al año siguiente, los «Doce Apóstoles», que
eran religiosos españoles. A su llegada, Cortés salió a su encuentro y, con
asombro de los aztecas, bajó de su caballo, se arrodilló humildemente ante el
grupo de frailes y les pidió su bendición. En 1526 uno de ellos fue nombrado
primer obispo de la ciudad de Méjico. En los diez años siguientes fueron llegando
dominicos y agustinos. Estos primeros misioneros no sólo eran hombres
ejemplares y deseosos de ganar almas, sino también gentes cultas. Para poder
misionar tuvieron que comenzar por aprender varias lenguas, cuya composición
era radicalmente distinta de todas las europeas. Pero en el transcurso de pocos
años pudieron publicar los primeros diccionarios y los primeros catecismos en
los idiomas de los indígenas. Los resultados de la labor misionera fueron
extraordinarios, realmente inverosímiles. En veinte años habían sido bautizados
algunos millares de hombres; 8.000, 10.000, más aún, 14.000 bautizos en un día
no eran algo raro para dos franciscanos. Se puede tener una opinión distinta
acerca del método de misionar, se puede poner objecciones a la calidad de las
conversiones, pero los números mismos son citados de manera tan inequívoca en
las diversas fuentes, que no puede caber duda de ellos. Las cinco provincias de
los franciscanos y las tres de los dominicos existentes en Méjico a finales del
siglo, son una prueba más del brío con que se acometió esta labor y del eco que
había encontrado en este país.
Uno de los más
importantes campos de actividad fue la escuela. Ya el mismo año de su llegada,
los «Doce» fundaron el primer centro de enseñanza, en el que se buscó el método
pedagógico más adecuado a los indígenas y se transformó de raíz su vida. Junto
a la religión y las otras disciplinas corrientes, los indios aprendían aquí,
bajo la dirección de los religiosos, todas las habilidades manuales y técnicas de
los europeos: la construcción de casas y puentes, el tejido de telas y la
elaboración de instrumentos domésticos, el cultivo de la tierra, la cría de
ganados y la cerámica. En todo eran competentes estos frailes; curaban a los
enfermos y consolaban a los moribundos, enseñaban a los niños y enterraban a
los muertos, corregían a los equivocados y defendían a los oprimidos contra
toda explotación, reemplazando en poco tiempo a íos personajes que antes
dirigían la sociedad pagana. Crearon un país católico, que pronto encontró su
centro religioso en el santuario mariano de Guadalupe, aunque, ciertamente,
también sufrió después la tensión entre el clero secular y el regular, y pocos
decenios más tarde cayó en un cierto letargo bajo una administración colonial
secularizada. También en Sudamérica la misión marchó al mismo compás que la
conquista; los misioneros caminaban, por así decirlo, tras las huellas de los
conquistadores. Sin embargo, los éxitos no fueron tan contundentes como en
Nueva España (Méjico). Mientras que aquí fue un pueblo civilizado el que se
llevó a la verdadera fe, en Sudamérica fue necesario acostumbrar antes a las
tribus indias, más o menos nómadas, a la vivienda fija, a la regla, la ley y el
trabajo.
También la mayor
población europea de estos países trajo consigo no pocas rebeliones y
retrocesos, dada la ferocidad de los indios y los latrocinios y la
explotación, con frecuencia brutales, de los conquistadores y colonos. La
pluralidad de formas que la Iglesia misionera llegó a encontrar es asombrosa.
Va desde la Universidad de los dominicos en Lima (1535), en el antiguo y
elevado Imperio incaico de Perú, hasta las aldeas misioneras de Ecuador y
Paraguay, en las que los indios, sistemáticamente instruidos, religiosamente
dirigidos y educados para el trabajo por los religiosos, y, a la vez, aislados
de la malsana influencia de los colonizadores, habían de vivir la forma de
sociedad cristiana adecuada a ellos.
EL P. BARTOLOMÉ DE
LAS CASAS
Toda concentración de
indígenas, y su cuidado especial, ya se realizase en las ciudades-monasterios
de Méjico o en las «reducciones» del Gran Chaco, en Paraguay, despertaba
ciertamente la resistencia y la repulsa hostil de los colonos y propietarios
europeos. En los indios, de los que necesitaban indispensablemente, dada la
falta de animales de tiro y de carros, veían ellos mano de obra barata y
gratis. Los indios eran, en efecto, paganos, y por ello, según la opinión de
muchos teólogos, no poseían derechos de ninguna clase en una sociedad
cristiana. Una nueva esclavitud surgió de esta manera en América. Pero los
misioneros, al concentrar ahora a los indios, los substraían a los colonos.
Muy pronto se entabló
una lucha a fondo en torno a aquellos nuevos cristianos. El problema en
cuestión eran los derechos humanos universales de los indios. Uno de los
méritos inmortales de la Iglesia consiste precisamente en haber hecho triunfar
el principio de la igualdad de las razas; haberlo hecho triunfar poco a poco,
desde luego, pero sin acudir a las violencias externas, empleando tan sólo los
medios de la enseñanza, de la protesta y del sacrificio personal de sus obispos
y sacerdotes. El dominico P. Bartolomé de las Casas se convirtió en defensor de
los derechos del hombre y en campeón de la libertad de los indios, a pesar de
los duros obstáculos con que tropezó incluso en determinados círculos
eclesiásticos.
La relación de los
indios con sus nuevos dueños se basaba, jurídicamente, en la llamada
«encomienda». A todos los españoles que habían hecho méritos especiales en el
Nuevo Mundo se les concedía el derecho de imponer impuestos a los indios que se
les habían encomendado de por vida, y de obligarlos a trabajar, así como el
deber de cuidarse de su bien espiritual y corporal. En la realidad práctica de
la vida cotidiana este sistema no significaba otra cosa que la adjudicación de
indios para realizar trabajos forzados en las minas y plantaciones. Las Casas,
que en 1502 había llegado a Haití con una encomienda de este tipo, y que luego
había sido ordenado sacerdote en Roma y había predicado en Cuba entre los
indígenas, se dio cuenta, en la isla de Santo Domingo, gracias al valeroso
sermón de un dominico, de la injusticia de todo este sistema. Las Casas
renunció a su encomienda, pero su ejemplo fue imitado por muy pocos de sus
connacionales. Entonces acudió a la corte de España, para interceder allí en
favor de los indios. Consiguió del regente Cisneros que nombrase una comisión investigadora, con la cual
volvió a América. Aquí la labor de ésta le pareció demasiado tímida. Por ello
volvió de nuevo a España y presentó sus propios planes: Para sustituir a los
indios, que morían prematuramente en las minas y plantaciones, propuso que se
llevasen a América esclavos negros, más robustos, escogiéndolos entre los que
hubieran sido derrotados en una guerra justa. La vida le enseñó más tarde,
ciertamente, cuán injustas eran las guerras en que los portugueses habían
apresado a los negros y les habían reducido a esclavitud.
Mas su pacífica labor misionera y colonizadora tropezó con la
resistencia de funcionarios y comerciantes españoles. Con el fin de poder
continuar su lucha en favor de los indios, Las Casas se hizo ahora dominico.
En sus escritos atacó denodadamente el que se ejerciese coacción en la misión,
y pidió que el único camino fuese la predicación y la libre aceptación de la
fe. Sus memoriales dirigidos al Consejo de Indias, en los que recalcaba de modo
especial que la única justificación de la presencia de los españoles en el
Nuevo Mundo era el deber de misionar, tuvieron finalmente el resultado de que
Carlos V promulgase en 1542 las «Leyes Nuevas»; en ellas se prohibía la
esclavitud, se equiparaba a los indios con los españoles, en lo relativo a los
impuestos, y se suprimían las encomiendas. Como obispo de Chiapa, en Méjico, Las
Casas había de llevar a la práctica las nuevas leyes. Mas los colonizadores
españoles promovieron una revuelta contra él. Tuvo que volver a España, y tras
una entrevista de importancia histórica que tuvo con el Consejo de Indias, en
presencia de Carlos V, fue declarado libre de toda culpa. Las Casas renunció a
su diócesis y permaneció en España como consejero de la corte y defensor de los
indios. Con su obra brevísima relación de la destrucción de las Indias pretendía evitar que el rey realizase nuevas conquistas en el Nuevo Mundo. Con
este escrito fomentó también ciertamente en gran manera, contra su voluntad, la
«leyenda negra» antiespañola. Todavía a sus ochenta y dos años se presentó Las
Casas ante Felipe II y defendió los derechos de los indígenas.
Como verdadero humanista, Las Casas había advertido el
valor de las culturas
extrañas y pedía que la
misión y sus métodos se acomodasen a aquéllas.
Sus adversarios no eran
sólo, ciertamente, la codicia y el egoísmo de los colonizadores. Contra
él estaban también los teóricos que intentaban repensar desde una
perspectiva aristotélico-escolástica los problemas que el descubrimiento de América había planteado. A fin de cuentas, la guerra que se hacía a los indígenas había que justificarla también
ante la conciencia moral ¿Qué eran aquellos indios? ¿Eran paganos o cristianos vueltos al paganismo, eran personas racionales o animales salvajes, seres intermedios entre el hombre
y el animal? ¿Eran bárbaros que era preciso someter al poder de los civilizados
españoles, para llevarlos a la religión y a los sentimientos
cristianos? ¿Pueden los indios aprender a vivir como los trabajadores cristianos de España? ¿Se puede hacer la guerra a los infieles precisamente por ser infieles?
¿Pueden los cristianos imponer castigos a
los paganos si éstos han pecado contra la
ley natural? Estas y
otras preguntas semejantes inquietaban a los teólogos y juristas de España y de otras naciones. Sin inmutarse, Las Casas defendía en todos estos problemas, por hablado y por escrito,
la total paridad de los
indios con los hombres de
otras razas, la posibilidad de realizar la cristianización
por medios pacíficos, la colonización pacífica del Nuevo Mundo, la ilegalidad
de la guerra en América. En esto era un discípulo fiel del general de su Orden,
el cardenal Cayetano, que fue el primero que, en 1517, defendió que los paganos
de los países recién descubiertos no eran, ni de derecho ni de hecho, súbditos
de los príncipes cristianos. Los métodos misionales de los príncipes cristianos
deben guiarse por este principio: «Ningún rey, ningún emperador, y ni siquiera
la Iglesia romana, puede hacerles la guerra».
En el P.
Las Casas se agitaba la conciencia moral de la España católica. A su influjo
hay que atribuir el que, finalmente, bastante tiempo después de su muerte, la
nueva legislación real de 1573 recusase el concepto de conquista. Las Casas no
se encontraba sólo, desde luego. Al menos en la práctica los misioneros
consideraron siempre a los indígenas como hombres plenos, capaces de recibir el
cristianismo, aun cuando en Méjico se dudó durante algún tiempo en dar la
sagrada eucaristía a los indios, e incluso un Sínodo celebrado en la ciudad de
Méjico en 1555 prohibió que se permitiese a los indios acceder a las órdenes
superiores —los primeros franciscanos llegados al país habían pensado de manera distinta.
EL
PATRONATO DE LA CORONA
La Curia romana se dio
cuenta desde el primer momento de que los audaces viajes marítimos de
descubrimiento que partían de Palos, Cádiz y la desembocadura del Tajo
revelaban un número ingente de iniciativas y energías misioneras, y las
movilizó conscientemente, apoyándolas con todos sus medios. Pues, en efecto,
mucho antes que España, había sido Portugal, la otra nación de la Península
Ibérica, la que, desde Enrique el Navegante (f. 1460), había esperado encontrar, por medio de expediciones
metódicas, aliados contra los moros de Marruecos. Naves portuguesas habían
rodeado ya la punta meridional de Africa, habiendo llegado, desde Zanzíbar, a
la costa occidental de la India. En el año 1500 descubrieron Brasil, y diez
años más tarde ocuparon Goa, en la costa de la India.
Desde el comienzo iba
unido con estas empresas el pensamiento de la propagación del Evangelio. De
nuevo estaba presente la Iglesia en los territorios recién descubiertos, en la
persona de los miembros de la Orden de Cristo, a cuyo frente había estado, en
efecto, Enrique el Navegante. Los papas habían encomendado en otro tiempo a
esta Orden la misión de rechazar el Islam y el paganismo y proteger la cruz de
Cristo, y todavía en vida de Enrique, Calixto III había concedido al prior de
la Orden de Cristo toda la jurisdicción espiritual sobre los actuales y futuros
territorios ultramarinos de Portugal. Después que el mismo rey asumió el cargo
de Gran Maestre, él mismo desempeñó también este patronato, es decir, la
jurisdicción espiritual sobre todas las colonias. Con ello asumía la obligación
de financiar la erección de los obispados y parroquias y de preocuparse del
envío y mantenimiento de los misioneros. Las sumas que el rey o la Orden de
Cristo tenían que aportar por tal motivo no eran pequeñas. Pero la rica
dotación de las Iglesias demuestra que los reyes tomaban muy en serio sus
obligaciones. A cambio de esto tenían toda una serie de privilegios: elección y
envío de los misioneros, nombramiento de los obispos, fijación y cambio de los
límites de las diócesis, la jurisdicción espiritual, es decir, toda una suma de
privilegios que iban mucho más allá de los derechos ordinarios de patronato. Al
rey se le había encomendado, por así decirlo, por encargo del papa, la
predicación del Evangelio y la administración eclesiástica en todos los
territorios ultramarinos. Por orden del rey marcharon los misioneros al Congo
y fundaron allí el primer reino cristiano; por mandato suyo marcharon en 1503
dos franciscanos a misionar el recién descubierto Brasil; como legado del rey
desembarcó san Francisco Javier en 1542 en Goa, que era el obispado de la base
portuguesa en Oriente y que había sido erigido pocos años antes. Pero cuando
España se presentó, al lado de Portugal, como nación marinera y descubridora,
los papas concedieron también a los Reyes Católicos lo que antes habían
concedido al rey de Portugal. Ya en 1501 se les reconoció todos los diezmos de
«Indias». Y una bula de 1508 les otorgó todos los derechos de patronato, el
derecho de presentación para los beneficios y monasterios existentes en todos
los obispados ya erigidos o que se erigiesen, y el derecho de fijar y cambiar
los límites de las diócesis. Adriano IV aseguró incluso a su antiguo discípulo
Carlos V que el envío de los misioneros debía ser considerado por sus
superiores legítimos como missio canónica, esto es, como algo oficial de
la Iglesia. De esta manera también el rey de España se convirtió en cierto modo
en predicador de la fe, con el derecho y el deber de designar, enviar y
mantener a los misioneros, los cuales podían ser mandados incluso contra la
voluntad de los superiores de la Orden, si éstos, por negligencia, no hubieran
puesto a disposición ningún personal. El rey de España —ésta fue pronto la
convicción de muchos misioneros y juristas— ejercía, en las cuestiones
eclesiásticas de su imperio americano, un vicariato, que se basaba en el deber
de misionar, impuesto por el papa. La Santa Sede rechazó desde luego tales
ideas, y en el siglo XVII incluyó en el Indice una obra que exponía la función
misional de la potestad civil.
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